Ta Megala

Fernando Solana Olivares

“No tengo nada que decir, sintiéndome liquidado y desolado a orillas del Ganges. Ahora las relaciones personales están extinguidas”. Estas ácidas líneas del diario hindú de Allen Ginsberg son parte de la noche oscura del alma por la que atraviesa en su búsqueda espiritual. Ya era el poeta que estaba de regreso después de pasar dos años acedos pero útiles en la India, con la fuerza sosegada por una experimentación de conciencia expandida —un Satori zen— al viajar en un tren bala japonés, y era también quien definiera al movimiento literario beat como una vuelta a la naturaleza y una rebelión contra la máquina, una conservación de la medida humana, un vínculo somático con la realidad, una continuidad entre el presente y el pasado. “Todo esto viene de la tradición gnóstica —explicó en una entrevista—, viene de la tradición mística subterránea de Occidente. Nosotros no la originamos, sólo la continuamos un poco”.

      Con un componente budista tan directo como el utilizado por Jack Kerouac o una filiación hindú como la experimentada por Ginsberg, el sincretismo cultural de la estética beat significaba una nueva variante cultural, otra emulsión: “¿Las drogas? La primera experiencia seria con estados alterados de conciencia la hicieron los beats con peyote y mariguana. ¿La música autóctona? Usted puede encontrar en la novela de Kerouac En el camino un movimiento que va del jazz al blues y al rock. Usted podrá decir que teníamos inquietudes por la tradición de Whitman y Thoreau, y que por lo tanto éramos sensibles al descubrimiento total del cuerpo en la tierra. Y los elementos orientales que tanto interesan a los jóvenes de hoy. Vea a Gary Snyder. Vea el contenido budista que hay en México City Blues”.

       Que se sepa, ninguno de los beats viajó a Cuernavaca aunque estuvieron muy cerca de ella en la ciudad de México. Quien sí lo hizo y cambió su vida fue Timothy Leary, el psicólogo de Harvard que en 1960 probó en ese lugar por primera vez hongos alucinógenos e inició la revolución psicodélica que seguiría a la insurrección beat. Las drogas estaban presentes desde tiempo atrás en la cultura norteamericana y experimentadores como Aldous Huxley escribían al respecto y divulgaban sus resultados. Pero el impulso de aquella templada tarde mexicana en un jardín donde se consumían hongos de extraño aspecto, a la orilla de una de las barrancas de la población en la cual Malcom Lowry vería delirar a su ebrio cónsul Geoffrey Firmin, y donde Deitsaru Suzuki se encontraría con Erich Fromm iniciándose así un diálogo entre Oriente y Occidente, ese impulso transformaría la cultura popular urbana, daría paso a una ruptura generacional anclada en la capacidad de las drogas al abrir otras puertas de la percepción.

       William Burroughs, más que miembro del grupo beat un adelantado por derecho propio cuya experimentación literaria y estética era intensa y poderosa por sí misma (“Para mí este libro es simplemente una descripción del infierno, es el infierno, precisamente”, diría Norman Mailer al defender ante los tribunales norteamericanos Naked Lunch, la gran novela de Burroughs), fue quien más cerca estuvo de las drogas entre escritores que eran cercanos a ellas. Buscó durante años una sustancia cuya única dosis le permitiera alcanzar una adicción perpetua, y en su épica yonqui marroquí haría constar que durante nueve meses apiló hasta el techo del cuartucho donde yacía en un camastro las cajas de ampolletas de droga intravenosa que se inyectaba.

       “El atardecer cae en México, D.F. —escribiría—. La serpiente emplumada asfixia a la ciudad en sus espirales de inmundo humo azafrán que raspa los pulmones como papel de lija, ondulado ligeramente, mientras los habitantes andan por ahí, muchos con pañuelos atados sobre la boca y la nariz. Los venenosos rojos y verdes y azules de la luz de neón confunden y zumban”. Lo mismo que Kerouac, Ginsberg y Corso, entre otros, Burroughs fue vecino contumaz de la ciudad de México a fines de los años cuarenta y principio de los cincuenta del siglo pasado. Los cuartos de azotea de una ahora deteriorada vecindad en la calle de Orizaba de la colonia Roma donde ellos vivieron ya no los recuerdan. Los anuncios de neón se han apagado y el barrio ha venido a menos.

       Un golpe de imaginación podría sorprender otra vez la angulosa figura monacal de Burroughs deslizándose por las noches hasta el laberinto de los bajos fondos nocturnos del centro de la ciudad buscando heroína aceptable, y durante las mañanas recolectando en bibliotecas datos sobre los aztecas y los mayas, agobiado y exultante a la vez. “México —contó a un amigo— no es sencillo ni idílico. Es un país oriental que refleja dos mil años de enfermedades, pobreza, degradación, estupidez, esclavitud, brutalidad y terrorismo físico y psíquico. México es siniestro, tétrico y caótico, con el especial caos de un sueño. A mí me gusta, pero no a cualquiera le gusta”.

       En unos meses más ese México grotesco y peligroso aunque amable, donde los borrachos dormían la mona en las avenidas sin ser molestados, se convertiría en una ratonera carcelaria la noche que accidentalmente mató de un balazo a su mujer al practicar con ella el tiro al blanco durante una fiesta. Ese suceso trágico llevó a Burroughs a la cárcel y luego a un juicio penal a la mexicana, haciéndolo vivir un infierno de culpa, sorpresa y desesperación. La muerte de Joan Vollander le brindaría también un doloroso método de expiación: la escritura.

       “Me veo obligado —reconocería— a aceptar la aterradora conclusión de que nunca habría llegado a ser escritor si no hubiera sido por la muerte de Joan, y por la conciencia de cómo este acontecimiento ha motivado y conformado mi escritura. Vivo con la amenaza constante de ser poseído y con la obstinada necesidad de escapar de ello, del control. La muerte de Joan me puso en contacto con el invasor, con el espíritu maligno, y me condujo a la eterna lucha, en la que no he tenido otra alternativa que la de escribir mi propio escape”. Surgió así un organismo escritural desgarrado y límite, sin adornos ni afeites sino dura, exacta prosa, en el cual la adicción a las drogas y los estados alterados determinan un universo perceptivo paralelo al de la normalidad habitual: en él lo inesperado se apodera de la razón y trastorna las convenciones con las que el mundo cree hacerse comprensible.

       Se ha dicho que Naked Lunch clausura el ciclo expresivo de la modernidad iniciado por Las Iluminaciones de Arthur Rimbaud. Burroughs, el escritor del silencio, como se autodenomina, narró la gramática crepuscular de una civilización cuyas referencias lógicas se han desvanecido y deben abolirse al construir un futuro diferente, compuesto de todo aquello que la civilización materialista ha despreciado. Si el azar sólo es una manifestación de lo real, el paso de Burroughs por México fue terriblemente necesario en su proceso creativo, y los inclasificables libros que dejó tras de sí corroboran la anticipación que alcanzaría: el presente del futuro.

       “Para viajar por el espacio —anotó en alguna de sus obras— hay que aprender a deshacerse de toda la anticuada basura verbal: la cháchara de Dios, la cháchara clerical, la cháchara patriótica. Hay que aprender a vivir sin religión, sin patria, sin aliados. Hay que aprender a mirar lo que se tiene enfrente sin ideas preconcebidas”.

       La ecléctica y premonitoria budiatría beat, su neobudismo —presente a su manera también en Burroughs—, eran una fenomenología del momento: hacia las cosas mismas. Porque la contemplación sucede en un camastro desvencijado en Tánger o sobreviene en un cuarto de azotea mexicano alumbrado por un parpadeante arco iris de neón.

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