Por: Fernando Solana Olivares

No faltándole razón, y a la vez no teniéndola del todo, un querido amigo y agudo lector de esta columna calificó como generalización el afirmar que históricamente la cristiandad ha omitido la relación entre pobreza y desastre ecológico. Hay excepciones, y él es una de ellas, pero la matriz teológica de la que proviene ese monoteísmo (“cuyas consecuencias nefastas constatamos a diario”: Schopenhauer) desprende al ser humano del mundo de la naturaleza y los animales, considerándolos meros objetos cedidos por el Creador para que los gobierne y utilice a cambio de adorarlo.

Algunas interpretaciones se empeñan en leer de otra manera tal hecho instrumental. Al encargarle al hombre la tarea de nombrar a los seres vivos, ese dios sin origen, sin madre, hermana o esposa, está haciéndolo responsable de ellos, como la imposición del nombre en la pila bautismal obliga hacia el bautizado a quienes apadrinan su ritual. Nombrar es proteger, vincular. Del mismo modo, la crucifixión se entiende como un recordatorio de aquella función olvidada por los hombres: la mediación entre el cielo y la tierra, la vinculación entre la mente y la naturaleza. “Sólo relaciona” es el lema de la conciencia integrada. El símbolo de la cruz restablece una relación perdida entre los hombres y el biotopo que habitan.

El postulado de un dios en el cielo contiene el desprecio de la tierra, imperfecto lugar de tránsito hacia la gloria o el castigo. Las heterodoxias ofrecen una fórmula distinta y afirman que la divinidad está en todas partes. Un grado más audaz de esta idea dice que Dios no está en ninguna parte pues es en todas partes, y se muestra mediante la naturaleza. No otra cosa anuncia la bella encíclica ecológica de Francisco, Laudato Si’, afligido intento frente a la catástrofe.

Crisis en todo: hasta los credos monoteístas y sus teologías supra naturales han de interpretarse otra vez.

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